"Sólo te fascina de vez en cuando un insecto, una piedra, una hoja caída, un árbol: a veces permaneces horas mirando un árbol, describiéndolo, analizándolo: las raíces, el tronco, el ramaje, las hojas, cada hoja, cada nervadura, cada rama de nuevo, y el juego infinito de las formas indiferentes [...]. El árbol explota y renace, mil matices de verde, mil hojas idénticas y sin embargo diferentes. Te parece que podrías pasarte la vida ante un árbol, sin agotarlo, sin comprenderlo, porque no hay nada que comprender, sólo que mirar: lo único que puedes decir de este árbol, después de todo, es que es un árbol; lo único que este árbol puede decirte es que es un árbol, raíz, tronco, ramas y hojas. No puedes esperar de él otra verdad. El árbol carece de moral que proponerte, de mensaje que proporcionarte. [...] Por eso el árbol te fascina o te sorprende, o te calma, debido a esta evidencia insospechada, insospechable, de la corteza y las ramas, las hojas. Por eso, quizá, no paseas nunca con un perro, porque el perro te mira, te suplica, te habla. Sus ojos húmedos de reconocimiento, sus aires de perro apaleado, sus brincos de perro alegre te obligan sin cesar a conferirle el status innoble de animal doméstico. No puedes permanecer neutro frente a un perro, no más que frente a un hombre. Pero no dialogarás nunca con un árbol. No puedes vivir con un perro porque a cada rato te pedirá que lo hagas vivir, que lo alimentes, que lo elogies, que seas hombre para él, que seas su amo, que seas el dios que truene ese nombre de perro que le hará someterse de inmediato.
Pero el árbol no te pide nada. Puedes ser el Dios de los perros, el Dios de los gatos, el Dios de los pobres, te basta con una correa, con algunas sobras, algo de riqueza, pero nunca serás el dueño del árbol. Lo único que podrás será querer ser tú mismo árbol"
Seishu Hase: El chico y el perro
Hace 10 horas
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